martes, 17 de mayo de 2011

CUENTO

Secuencia paisajística de un amor perdido 




–Ella siempre decía que le gustaba el mar, pero no cuando el viento sopla tan fuerte que la arena se mete en los ojos. También hablaba con gatos de la calle, aprendía los nombres de los árboles del parque y ensayaba la comida que les haría a sus hijos. Para qué le voy a contar cuando los sábados ponía música y limpiaba la casa silbando, tarareando. Se me acercaba danzante, con ese cabello negro sedoso, mientras yo leía un libro o usaba la computadora, y me decía que era hermoso, que le gustaban mis entradas en la frente, y ¿la verdad? A veces le creía.

El otro escuchaba. Y la orilla del río, de repente, se llenaba de flores silvestres de todos los colores. Había lilas, amarillas, anaranjadas y fucsias. Y las hojas, verdísimas. El agua cristalina reflejaba la pureza de un cielo celeste, sin una sola nube, mientras los pájaros en los árboles piaban sus melodías, casi pidiéndole que siga, que cuente más de ella. El aroma a bosque, a pino para ser más exactos, exacerbaba los sentidos, la piel y el alma. El paisaje era rosado, con matices magentas y rojos; un atardecer casi pintado al óleo, donde las plantas y las rocas tomaban las forma de versos, esa mimetización poética que todo lo trasforma.
–Cuando se vino a vivir conmigo, me sorprendió ver con qué pocas cosas se mudaba. Claro, antes que nada, estaban sus plantitas. Entonces a los días empezó con dos petunias amarillas; después, el ficus; al mes la enredadera colgando del balcón. No sé en qué momento el departamento era más de ella que mío. Todos mis libros terminaron relegados a un rincón, y las cortinas mutaron de un cuadrillé a flores brasileras, al igual que el mantel y los almohadones, y con ellos, mi humor. Se iba, se iba, se iba, y no podía volver a hallarlo. Al principio me quedaba callado, tratando de no discutir, pero cada flor que veía, o cada planta nueva que llegaba, me generaba tal irritación que no le hablaba por días. De alguna extraña manera, me molestaba su felicidad.

El otro seguía su relato, atento. En el cielo, unos nubarrones grises tapaban la luz, volviendo el paisaje agreste, penumbroso y húmedo. Un viento frío y fuerte movía las copas de los árboles, que se bamboleaban peligrosos e indefensos. Una espesa neblina surcaba todo el río, que ahora se agitaba por las ráfagas, creando ondas profundas que terminaban perdiéndose en la orilla. Las suaves brisas pronto se convirtieron en vendavales, volando todo a su paso, quitando los colores, los perfumes, los sonidos y la calma.
–Yo no quería herirla, pero cada vez lo hacía con más frecuencia. Ella me miraba, como queriendo creer que aquello era una broma, pero en esos momentos sentía ganas de hacerle mal, de que sufra por no ver las cosas como yo las veía. El tema es que tampoco sabía como veía yo mismo las cosas. Todo era una nube de confusión, en donde mi paciencia estaba prófuga y mi intolerancia brotaba ante cualquier tema. Los almohadones o el mantel, o la petunia o la cortina. Buscaba motivos para no estar con ella; volvía tarde del trabajo o leía todo el tiempo. Ella me buscaba en la cama, pero tampoco la deseaba. Las discusiones eran cada vez más fuertes, y lo peor venía cuando ella quería que nos reconciliemos. Me fastidiaba verla y saberla así, como siempre soñé una mujer.

El otro sufría con la historia, mientras en el cielo los relámpagos iluminaban las nubes repletas de agua. El viento arremolinaba hojas secas, parte de plantas, agua y hasta pequeñas piedras. El paisaje parecía un infierno. La tormenta se largo junto con el estruendo de un trueno que parecía cortar el cielo en dos. El río estaba escandaloso como nunca. Cortas olas se alzaban montadas por las ráfagas, estrellándose y muriendo en la orilla barrosa. Negro, luego un fulgor blanco de un relámpago, el amarrillo anaranjado de un rayo, grises del manto de lluvia. El paisaje furioso, con guiños de dolor, con vientos de llantos, con heridas que costaría borrar.
–Y fue una tarde de domingo; un domingo de otoño, recuerdo. Cuando quise ir por un café, el impacto fue inmediato y total: ni una planta, ni el mantel, ni las cortinas. Los almohadones sin fundas, la sala vacía, apagada. Se había ido. Recuerdo que la desesperación fue instantánea; ni por un momento sentí alivio ni algo que se le parezca. Nunca más volvió, nunca más la volví a buscar. La extraño cada día de mi vida, cuando miro esa casa sin vida, hueca, insulsa. No puedo decir siquiera que me arrepiento, no puedo comprender porqué actuaba así. Pienso dónde estará, si con algún otro, o sola; si quizás otra cosa ahora se viste con flores brasileras y con plantas de colores. La imagino, a veces, cuando silbaba sin ritmo alguna canción, o cuando me besaba la nariz. Pero a las únicas dos conclusiones que pude llegar son que algunas personas boicoteamos la única posibilidad de ser felices que se nos presenta y, la más clara de todas, la que supe el primer día que la conocí: que ella sería mi desequilibrio y el amor de mi vida.

Ahora, el otro, ya no lo miraba. Sus ojos se fundían en el color ámbar de la tarde, en el reflejo de los árboles sobre el río. El cielo se fundían en ese mágico degradé de dorados, por partes más intenso, por partes más brillante. Los pájaros ya no cantaban ni las flores perfumaban el aire ni los árboles rebosaban de salud. Una brisa triste revoloteaba por momentos, casi queriéndoles avisar a las hojas secas que reposaban en el suelo que debían volar lejos.
Ambos hombres permanecían en silencio. Ella se había ido. Los dos sabían que no volvería más y que se llevó con ella los colores de ese paisaje, ahora nostálgico, tan ocre, tan lejano, tan sepia.

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