domingo, 5 de junio de 2011

CUENTO

La hipotética vida de la tía Estelvina



Afuera cae una lluvia del demonio, pero hace un buen par de meses que espero el 25 de Junio, y dado que por fin llegó, unos cuantos charcos de barro no me pueden detener. Hoy sale en el periódico mi tía Estelvina.
En realidad sale la foto de la tía Estelvina, porque todo lo escrito abajo, arriba y a los costados no tiene nada que ver con ella.
Me pareció una bonita forma de honrar el amor hacia eso que hacía, la esgrima. Son como espadachines, pero con unas espadas muy finitas.  Me contaron que es todo un arte, que hay movimientos casi etéreos y hasta posiciones de brazos y piernas.
Yo no tengo idea de donde salió esa vocación de la tía Estelvina, pero lo corrobora la única foto que quedó de ella. Encontramos la foto una tarde de diciembre cuando hacíamos limpieza general. Recuerdo cuando me subí al taburete y encontré esa caja roja, que en uno de sus lados, con letra pulcra y cursiva, tenía escrito: Fotos de la Familia.
Y como sucede siempre, comienza una curiosa excursión por la caja de fotos viejas. Amarillas, sepias, en blanco y negro. Confieso que la gran mayoría era de niños bebés que no podían mantener el cuello erguido aún. De más de esta decir que mi padre no tenía ni idea de quienes eran cada uno, “el ser humano de pequeño es exacto a cualquier ser humano”, decía.
A mi no me parecía tan así; hay bebés más gordos que otros, mas rubios o con más pelo. Otros son serios, o con ojos grandes. La cuestión es que si entre esas fotos de bebés estaba la tía Estelvina es un secreto jamás develado.
Ya estaba por largar la caja y volver a las tareas, cuando encontré dos fotos interesantes. La primera era de mi abuela con mi abuelo, a quienes no llegué a conocer. Estaban sentados dando un paseo en Sulki por Parque Centenario,  comiendo praliné de almendras.
Noté que los ojos de mi padre se humedecían, y como siempre fui reticente a los momentos sentimentales, arrojé la foto a la caja y me quede mirando la otra. En ella, una mujer muy joven, luciendo una falda negra y una especie de polera blanca, envainaba una espada muy delgada.
“Es tu tía Estelvina”, oí que me decía mi padre.
La atracción por esa mujer aguerrida que se atrevía a tomar una espada y practicar aquel juego en donde podía salir con la cara tajeada, fue inmediato.
Le pregunté a mi padre más de ella, quienes eran sus padre, porqué quiso aprender ese deporte, qué más le gustaba, pero no obtuve más respuesta que un par de datos vagos. La buena memoria nunca fue atributo de mi pobre padre, y recuerdo la frustración que me generaba no poder saber más de aquella extraordinaria mujer. Miraba y miraba la foto. Busqué dentro de la caja infinitud de veces, con la esperanza de que pudiera haber otra foto de ella o cualquier cosa que develara algo más de mi tía Estelvina. Pero todo fue en vano, hasta un mediodía en que vi llegar a mi padre del patio con una sonrisa en la cara.
“¡Me acordé algo más de tu tía! No es un dato maravilloso, pero recuerdo que murió joven, menos de treinta y cinco años”, me largó desde la cocina.
Y eso fue absolutamente todo lo que supe de ella. Con el tiempo la emoción por conocerla más se fue apagando. Conocí a Rogelio Santa Marina, me casé, y tuve tres hijos. A uno se lo llevó la polio, y los otros dos ahí andan. Hace un tiempito mi hijo puso un almacén polirubro en la parte delantera de mi casa; al comienzo le daba bien, pero después comenzó a decaer con la cantidad de supermercados que abren hoy en día. Cuando quiso cerrar el almacén, yo le dije que me lo diera a mí, que se lo compraba. No soy tan mayor, y todavía puedo desenvolverme con las compras y los clientes.
Así fue que un sábado a la siesta llegó aquel fulano a comprar una Coca-Cola. Si no tienes Coca-Cola en un almacén directamente cierra las puertas, porque pareciera ser la bebida mundial. Le dije que no tenía porque no vino el chico de la distribución, y luego de la típica cara de derrota, decidió comprar unas papas fritas y una soda. Yo estaba metiendo todo en una bolsa cuando me sorprendió preguntando: “¿Es usted la de esta foto?”
Me volteé y le aclaré que no, que era mi tía Estelvina.
Enseguida noté el fulgor en sus ojos. Se presentó como Facundo Díaz Rongero, y me contó que era periodista, que venía trabajando en un proyecto de una enciclopedia de deportes que saldría con el diario, y que estaba interesadísimo en comprarme la foto de la esgrimista.
Por supuesto le dije que no podía vendérsela, que era un recuerdo de familia, pero cuando me dijo que no mencionaría su nombre y que solo le interesaba la imagen, comenzó a conquistarme la idea.
“Quiero demostrar que desde comienzos de siglo las mujeres ya estaban incorporadas al arte de la esgrima. Sólo requiero la foto, agregaré una historia de fantasía que a la gente le guste.  Prometo no mencionar donde la conseguí ni nada de la vida de esta increíble dama”, dijo.
Entonces quedé seducida por la idea: tía Estelvina tendría su propia historia, aunque sea ficticia.
Ahora avanzo esquivando baldosas rotas y llego al puestito de Don León. Me pasa el 7° tomo de la enciclopedia y mi corazón de vieja sobrina galopa peligrosamente al ver en la portada a la tía Estelvina, envainando su espadachín, con su falda y medias negras, con su corte de pelo estilo post guerra. Grandes letras negras anuncian a “Una señorita que sabe esgrima… pero no es partidaria de los duelos”. Estoy maravillada con aquella frase y mis ojos avanzan por aquellas letras que comienzan a regalarme lo que tanto tiempo desee, una vida para mi tía Estelvina. 

1 comentario:

  1. Buenísimo!!!! Me encantó. Sé que lo utilizaste para Una foto Mil palabras. Espero que te lleves los laureles! Beso, Lidia

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