sábado, 14 de mayo de 2011

CUENTO

La sonrisa de la novia


Jorgelina y Amador se casaron un veintinueve de febrero porque fue el día que salió el primer pimpollo del rosal que él le regaló. Las quejas, los consejos, las recomendaciones y las súplicas de sus familiares, no hicieron más que afirmar su convicción que ese era el día indicado.
La novia confeccionó su propio vestido usando una sábana antigua que encontró en el galpón de la bisabuela Marta, ya muerta hace treinta años, al que le adhirió piedritas de colores de la pecera y un lazo color verde esmeralda que se sujetaba a la cintura.
Se colgó una birome Bic porque le dijeron que debía llevar algo azul y le pidió a Doña Ana su cobayo porque tenía que llevar algo prestado.
–Pero no se preocupe, que le tejí una bolsita al crochet para meterlo dentro –le dijo a la dueña, calmándola. 
Cuando Amador la vio, supo que sería su mujer para toda la vida y la que sigue y la que sigue. Por eso, cuando el cura le preguntó si aceptaba a Jorgelina por esposa, el le respondió:
–Que sí, que sí, que sí; para las tres vidas.

Los novios no bailaron el Valls, sino un Twist. Y cuando llegó el momento de cortar la torta, el la tomó en sus brazos y le susurró al oído por primera vez que la amaba. Ella le respondió que no se lo volviera a decir de nuevo, que ella deseaba vivir con esa ilusión intacta, permanente, de esperar el día que sus labios lo vuelvan a repetir, y que le prometiese que sería dentro de mucho tiempo.
–¿Puedo decirte entonces, que tu sonrisa ilumina mi vida?- le preguntó él.
Y su respuesta fue una carcajada tan aguda como la de una hiena, de la que Amador se contagió y rieron juntos cuarenta y dos minutos con treinta y siete segundos, y que rajaron quince copas de champagne que después nadie pagó.

La fiesta duró hasta el amanecer, y cuando el sol comenzó a salir los novios se subieron en el Fiat Uno que les prestó el Tío Nicandro y salieron rumbo a la luna de miel.
Amador le había prometido a Jorgelina que la llevaría a conocer el mar, y cuando estuvieron metidas dentro las valijas y la maceta con el rosedal (jamás se movían sin el rosedal que Amador le regaló porque “una rosa no basta, quiero que tengas todas”), emprendieron viaje cebando mate y comiendo galletitas, a las que les untaban dulce de leche y rociaban con semillitas de lino.
Así viajaron setenta y dos horas seguidas, sin parar y sin dormir, porque cuando uno está enamorado todo es placer y aventura. Cuando Amador se cansaba de manejar o le dolían los ojos, los cerraba un ratito y Jorgelina, con paciencia, le indicaba donde doblar, donde frenar, cuando cruzaba una liebre o cuando venía lomo de burro. “La confianza en la pareja es fundamental”, afirmaba ella cuando alguien los miraba con cara de “estos están locos”.

El tercer día de viaje, la noche los encontró cuando el camino ya terminaba. Las nubes escondían la luna y el horizonte estaba cerrado como trompa de topo.
A tientas, los esposos bajaron del auto, ubicaron el rosedal a un costadito de ellos, caminaron unos pasos y se sentaron a esperar el amanecer, como quien dice, a dónde fuera que hubieran llegado.
El la abrazó y ella se acurrucó en sus brazos, mientras tarareaba un tema de Horacio Guaraní.
-Extraño ver tu carita –le dijo Amador. –Además, sabés que le tengo miedo a la oscuridad…
Entonces ella recordó. Porque lo más lindo del amor es cuidar del otro, protegerlo, mimarlo, conocerlo en sus detalles más chiquitos. Y Jorgelina, que nunca le había dicho a Amador “te amo”, lo amaba con tanta intensidad que despegó sus labios suavemente y sonrió. Porque él le había dicho que su sonrisa iluminaba su vida, y ella no lo olvidó. Al comienzo río con ganas, tratando de explicarle que se sentía como el gato de Alicia en el País de las Maravillas, y que tendría muchísima gracia si ahora su cuerpo desaparecía y solo quedaran su sonrisa luminosa.
Entre sus dientes se colaba un brillo tenue, casi azulado, pero luz al fin. Y a través de ese velo de amor, estaba Amador con cara de niño perdido, con cara de marido con miedo.
Y Jorgelina no paró de sonreír, ahí donde sea que estuvieran y aunque al otro día le doliera la mandíbula, porque amar es sonreír, y con ello, iluminar, la noche, los miedos, los abrazos y todo. Todo.
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La noche estrellada (Van Gogh-1889)

1 comentario:

  1. Qué bonito relato, Fleurr!!! :D

    Lindo, ameno y acogedor. Felicitaciones. Me gusta mucho como escribes!! :)

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