sábado, 14 de mayo de 2011

CUENTO

Búsqueda innata

Concretamente sabía que pasarían muchos años antes de volverla a ver, aunque lo más factible sería que eso no pasara nunca. No podría explicar la razón por la que lo acosaba aquel pensamiento, pero estaba convencido que ésa era la noche. La idea provenía de muy adentro, de esa especie de voz que adora de dar sermones en los momentos más complicados, en esas circunstancias en que uno espera una solución práctica y no más palabrerías. Últimamente, su interior hablaba con muchas voces; a veces su madre, otras su padrino Luis, otras personas completamente desconocidas; a éstas últimas casi siempre les daba más importancia.

“Hay personas que no nacemos para el amor”, pensó. “O quizás, todo lo contrario. Comprendemos al amor mucho más complejamente que el resto. Se podría hablar de El Amor,, porque estoy convencido que no somos nosotros quienes encontramos el amor, sino que él nos encuentra a nosotros”.

Comenzó a jugar con una manzana que, hasta hace unos instantes, reposaba en la frutera.
—Manzana, que tienes naturaleza de ser manzana. Mujer, que tiene naturaleza de buscar amarrarse a lazos eternos —se dijo, hablando en voz alta.

Dejó la fruta frente a sus ojos. Girando el borde del cuchillo, ahuecó dos pequeños círculos con forma de ojos, y una línea recta como boca.
—Porque estoy seguro que no te gustará nada lo que tengo para decirte —acotó. —A veces me gustaría que el mundo tuviera la sabiduría de la naturaleza; que hablara menos y comprendiera más, aunque sea complicado —suspiró. Afuera, comenzaba la retirada del día.
—Me gustaban mucho los ratos en que te miraba dormir, en esa ausencia que llenaba los espacios del silencio —comenzó a hablarle a la manzana, como si fuera la misma Elba. —También hubiera deseado darte más cosas, algo que te haga recordarme cuando la lejanía sea inminente. Fuiste una buena mujer. No sería sincero si te dijera que hubiera preferido que conocieras a otro, porque el agreste corazón de un hombre como yo también necesita entibiarse de vez en cuando. Uno intenta, puedo jurarlo. Intenta desde que comienza la sospecha de que la cabeza funciona más intensamente que el alma. Las ideas, que brotan aunque uno quiera detenerlas, son como un karma que jamás acaba.




Permaneció en silencio un momento.
Desde muy chico sabía que no funcionaba como el resto. Había descubierto y conocido muchas cosas, pero rápidamente se desilusionó de la mayoría. Infinidad de veces, bajo un abedul o una noche de estrellas, juró amor eterno. Y aún creía en esa posibilidad, pero el costo fue muchos corazones rotos.

—Quizás mi naturaleza es la frialdad, Elba. No me pidas que llore, porque me resulta imposible. Tampoco me reclames que no me importas, porque cada mujer que conocí vive dentro de mí. Son mis modos, y te pido perdón por eso, pero no puedo permanecer en donde mi ser ya cumplió su momento, su tiempo. Quizás no veas ni una lágrima, ni una vuelta de mirada hacia atrás, ni nada más que un último beso, pero me llevo pedacitos de ti que forman algo más sólido que una promesa.

La noche había llegado, por fin. El canto de los grillos le daba una atmósfera de justa despedida, pero a nuestro hombre aquello no le llegaba.
A pesar de saber que su camino debía continuar, se sentía vacío. Como quien recibe todo, incluida la limpia sonrisa de Elba, pero aún así lo desdeña, lo rechaza, lo aleja. Pensó en su familia, sus padres muertos, su padrino Luis en algún lugar que nadie sabía, los hermanos que nunca tuvo. Se volvió a afirmar, ésta vez con mucha más fuerza, que nunca tendría un hijo. Menos una hija.

—Este mundo está demasiado podrido para regalarle gratuitamente semejante condena —se dijo en voz alta; luego miró a la manzana de reojo. —Sí, uno se perderá mucha cosas, pero por mi lado me ahorro la culpa de algún día verlos sufrir. Además…

Además sabía que, en su búsqueda desalmada, ni siquiera un hijo llegaría a atarlo. “Los niños siempre complican las cosas. Ves esas caritas sonrientes y ¡zaz!, ya estás perdido”.

—“El sexo, posiblemente, sólo sea una trampa estratégica que nos encajó la naturaleza para no extinguirnos”— añadió, como si la manzana realmente lo oyera. —No, no lo dije yo. Lo dijo Nietzsche.

Miró por el ventanal de la cocina. La espesa oscuridad sólo era interrumpida por eventuales luciérnagas que estrenaban la noche.
Al lado de la puerta, un bolso mediano descansaba listo para partir.
El hombre se levantó, estiró sus fornidas piernas, se calzó la campera, y salió tomando el bolso.
Una vieja camioneta Ford estaba estacionada al lado de los parapetos que bordeaban la casa. Tiró el equipaje en la caja, y se apoyó a mirar la luna.
La garganta se le enmudeció con un nudo. No esperaría a Elba.
A pesar de todo, quizás aún podía llorar.

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Geopolítica de un niño mirando el nacimiento de un hombre nuevo (Salvador Dalí, 1943)


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