viernes, 1 de julio de 2011

CUENTO


Los prejuicios con la Oveja Negra

Gregorio García tenía una granja. De esas ni muy grandes ni muy chicas, pero sí bien cuidada, con las tejas color ladrillo y canteros con flores. Por el lado oeste lindaba con un estrecho río en donde, todas las mañanas recolectaba agua para el tanque y regaba sus plantas, su pequeña huerta y daba de beber a los animales. Con la buena astucia de un viejo amigo con el que los viernes solía sentarse a tomar un vino y mirar el cerro, Gregorio comenzó a vender la leche de las vacas y hacer visitas guiadas a los chicos de las escuelas, que ver un pato o un caballo de cerca era tan exótico como una pitón de siete metros.
–Niños de ciudad –solía decir por lo bajo, blanqueando los ojos bajo esas pobladas cejas, cuando las maestras ya los metían a todos en el Bus y volvían a su cómodas casas.
Pero, cascarrabias y todo, era muy listo para saber sonreír cuando los chicos le preguntaban inocentemente:
–¿Usted tiene Wifi aquí, Señor?
-No m´ijo, eso es para los niños listos como vos, no para un viejo bruto como yo.
Y por dentro se moría de ganas de que ya se vayan y poder quedarse en silencio, observando el vuelo de un ruiseñor y la aguda compañía de Alazán, su caballo.

Gregorio García tenía un corralito hacia el fondo donde tenía dos ovejas, un macho y una hembra. Hace poco le habían ofrecido comprarle lana, pero para eso debía tener un rebaño más grande, y desde entonces Gregorio no paró de intentar que la pareja de ovejas de apareen.
–¡Ya te voy a tirar una Playboy a vos, carnero mariquita! –le gritaba a la oveja macho, toda blanquísima, que lo miraba indiferente desde un costado del corral.

Hasta que una mañana de otoño, de esas ventosas que te vuelan hasta el alma, don Gregorio se despertó y, aunque era demasiado temprano, se vio con el notición: la oveja estaba preñada. Primero pegó un alarido de alegría, después se prendió un cigarro y destapó una sidra que le sobro del año nuevo. Festejó de lo lindo; por fin podría vender lana.
Al tiempo la oveja tuvo sus crías, y Gregorio entonces supo que no fue su macho, ese que lo miraba con cara de pocos amigos desde el corral, sino alguna otra oveja que pasó por ahí, y que sin dudas tenía que ser negra. Porque ahí estaba su gran premio: tres ovejitas blancas y una negra.
Como si la propia naturaleza tuviera prejuicios, la madre ovejuna limpió y amamantó a las tres ovejitas blancas, y la negrita ahí sola, discriminada incluso por el macho que la miraba con asco.
Con un poco de dificultad se puso en pie, y sorbió un poco de agua. Miró fijo a los ojos de Gregorio, como si quisiera recibir un saludo cordial de él, y luego sus enclenques patitas la derrumbaron de nuevo.
Pero era tozuda, y como toda oveja negra, rebelde. Así que unas semanas después, la señorita también andaba balando por ahí, solita, sin necesitar de nadie.

Hasta que se murió una vaca, tres patos y la oveja macho. Y se largó una tormenta de granizo que rompió varias tejas y destrozó las plantas. Y una plaga atacó la acelga y las remolachas. Y Gregorio comenzó a pensar que la Oveja Negra (así, con mayúsculas) era la culpable. Intentó abandonarla en las montañas varias veces, pero ella siempre volvía, como si aquello fuera una prueba que superaba orgullosamente. A ella siempre se la veía muy despreocupada, subiendo y bajando por las laderas, como quien disfruta del paisaje y ni tiene drama por nada, pero Gregorio la tenía entre cejas.
Transcurso pasaba el tiempo, Gregorio le adjudicaba todos sus problemas a la pobre Oveja Negra. Si no salía la lotería: era la oveja. Si la leche era poca: la negra. Si había sequía o inundación: la oveja, ésa, la negra.

Una noche especialmente lluviosa, cuando por fin despertó Gregorio, encontró que unas comadrejas le habían matado todas las gallinas, comido los huevos y hurtado los pollitos. Se sentó en el porche, y lloró amargamente. La Oveja Negra, que justo pasaba dando su paseo nocturno, pareció compadecerse a pesar del escaso amor que su dueño le proveía, y acercándose despacito, le tocó el brazo con el morro, balando.
–¡¡Fuera de aquí, oveja yeta!! –le gritó éste.
Y entonces la ultrajada oveja negra entendió. Y esa noche desapareció.
El día siguiente y las semanas que vinieron fueron un calvario para Gregorio. Todo le salía mal, y si algo le salía bien, él mismo lo boicoteaba porque suponía que se vendría algo peor. Encima no había a quien echarle la culpa.
Se sentía solo en su desgracia, sin un aliciente que le hiciera pensar que por lo menos la “mala pata” era responsabilidad de otro.
Así que un domingo temprano se decidió y salió en busca de la oveja negra. Avanzaba cansinamente; la llamó, le gritó, intentó con balidos, hasta que finalmente la halló bajo un arbolito, con esos ojos que parecían botones negros y los mismos rulitos negros de siempre.
Casi pareció que la oveja sonrió cuando lo vio. El se acercó y la levantó en su hombro y la llevó a casa.
Claro que Gregorio García esta convencidísimo de que la Oveja Negra sigue siendo la culpable de su mala suerte y de todo lo que no le sale bien, y ahí se lo oye diciendo por lo bajo “es esa oveja negra que siempre vuelve” o “usted no sabe lo que es lidiar con una oveja negra”,  y la pobre ovina lo mira, entendiendo infinitamente más de lo que sus dos ojitos de botones expresan, y calladita juega sola, como toda oveja que nace negra y desmerecida, pero rebelde, sabia y libre.