miércoles, 25 de mayo de 2011

PROSA POETICA

Mujer



“El nombre de una mujer me delata; me duele una mujer en todo el cuerpo”, escribía Jorge Luis Borges, inmortalizando aquella frase que, quizás, fue un ligero esbozo de lo que representa el paso de algunas mujeres en la vida de algunos hombres.
Es sencillamente maravilloso presentir la esencia femenina en este mundo, tantas veces demasiado varonil. Encontrar sus destellos suaves escondidos en rinconcitos ideados a la perfección, como dulces alas que rescatarán más de una vida a su paso. Porque eso es una mujer, esa especie de hada terrenal que, en silencio, observa y comprende. Escucha, contempla, guarda recelosa aquel detalle que bien sabe que otro espera; no podría ser otra forma, ideada con tanta delicadeza para albergar en su vientre los niños por nacer, por venir, por crecer y, luego, por partir. Mujer que la vida te obligó a fuerza de lágrimas lo que significa resignar y desprender, dejar volar para, con suerte, algún día recibir nuevamente la brisa que vuelve, que regresa.
Hombre físico, mujer emocional, dicen. ¡Y cuántos adjetivos más te caben! Me enorgullece saberme de tu género, saberme guardiana de mis secretos más profundos que se aquietan sabios en mi interior. Porque tantas veces comprendí que el lenguaje de las palabras puede ser hermosamente remplazado por miradas, y que aún existen hombres que pueden descifrarlas, entenderlas y amarlas.
Te duele tanto el amor… desearía, mujer, que tu corazón no recibiera las heridas sin oponer resistencia, sin planear un escudo, sin entender estrategias de defensa. Y que tus lágrimas sean sólo para vos, en tu soledad, y no espejos de quien te olvida, te cambia, te deshecha como un objeto viejo.
Para tu sonrisa, mujer, juro que no hay edad. Esa que puede iluminar la noche más cerrada, la vida más triste. La que abraza, la que besa, la que acuna, la que despide. La que es sonrisa aunque quiera ser llanto. Entendiste que todo es un paso, una mirada eterna que detiene el tiempo por unos instantes para llamarse felicidad.
Y que en tu idea de que todos están antes que vos, tenés siempre la suficiente fuerza para fortalecerte sola, para ahogar el llanto en una tarde gris, para poder decir “voy a estar bien” cuando por dentro el alma es un aullido desesperado.
Mujer; madre, hermana, tía, amiga, abuela. Vecina, novia, profesora, madrina, esposa. Sos una, y sos todas.  

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Cuadro de Diego Rivera

viernes, 20 de mayo de 2011

RECUERDO


(Carta del Dr. René Favaloro/ julio 29-2000 - 14,30 horas)


               Si se lee mi carta de renuncia a la Cleveland Clinic , está claro que mi regreso a la Argentina (después de haber alcanzado un lugar destacado en la cirugía cardiovascular)se debió a mi eterno compromiso con mi patria. Nunca perdí mis raíces..
              Volví para trabajar en docencia, investigación y asistencia médica. La primera etapa en el Sanatorio Güemes, demostró que inmediatamente organizamos la residencia en cardiología y cirugía cardiovascular, además de cursos de post grado a todos los niveles.
               Le dimos importancia también a la investigación clínica en donde participaron la mayoría de los miembros de nuestro grupo. En lo asistencial exigimos de entrada un número de camas para los indigentes. Así, cientos de pacientes fueron operados sin cargo alguno. La mayoría de nuestros pacientes provenían de las obras sociales. El sanatorio tenía contrato con las más importantes de aquel entonces.
            
               La relación con el sanatorio fue muy clara: los honorarios, provinieran de donde provinieran, eran de nosotros; la internación, del sanatorio (sin duda la mayor tajada).
              
               Nosotros con los honorarios pagamos las residencias y las secretarias y nuestras entradas se distribuían entre los médicos proporcionalmente.
              
                             Nunca permití que se tocara un solo peso de los que no nos correspondía.
            
               A pesar de que los directores aseguraban que no había retornos, yo conocía que sí los había. De vez en cuando, a pedido de su director, saludaba a los sindicalistas de turno, que agradecían nuestro trabajo.

               Este era nuestro único contacto.
               A mediados de la década del 70, comenzamos a organizar la Fundación. Primero con la ayuda de la Sedra, creamos el departamento de investigación básica que tanta satisfacción nos ha dado y luego la construcción del Instituto de Cardiología y cirugía cardiovascular.
               Cuando entró en funciones, redacté los 10 mandamientos que debían sostenerse a rajatabla, basados en el lineamiento ético que siempre me ha acompañado.
                La calidad de nuestro trabajo, basado en la tecnología incorporada más la tarea de los profesionales seleccionados hizo que no nos faltara trabajo, pero debimos luchar continuamente con la corrupción imperante en la medicina (parte de la tremenda corrupción que ha contaminado a nuestro país en todos los niveles sin límites de ninguna naturaleza). Nos hemos negado sistemáticamente a quebrar
los lineamientos éticos, como consecuencia, jamás dimos un solo peso de retorno. Así, obras sociales de envergadura no mandaron ni mandan sus pacientes al Instituto.
              
                 ¡Lo que tendría que narrar de las innumerables entrevistas con los sindicalistas de turno!
              
                  Manga de corruptos que viven a costa de los obreros y coimean fundamentalmente con el dinero de las obras sociales que corresponde a la atención médica.
              
                  Lo mismo ocurre con el PAMI. Esto lo pueden certificar los médicos de mi país que para sobrevivir deben aceptar participar del sistema implementado a lo largo y ancho de todo el país.

                 Valga un solo ejemplo: el PAMI tiene una vieja deuda con nosotros (creo desde el año 94 o 95) de 1.900.000 pesos; la hubiéramos cobrado en 48 horas si hubiéramos aceptado los retornos que se nos pedían (como es lógico no a mí directamente).

                  Si hubiéramos aceptado las condiciones imperantes por la corrupción del sistema (que se ha ido incrementando en estos últimos años) deberíamos tener 100 camas más. No daríamos abasto para atender toda la demanda.
   
                  El que quiera negar que todo esto es cierto que acepte que rija en la Argentina, el principio fundamental de la libre elección del médico, que terminaría con los acomodados de turno.
      
                  Lo mismo ocurre con los pacientes privados (incluyendo los de la medicina prepaga) el médico que envía a estos pacientes  por el famoso ana-ana , sabe, espera, recibir una jugosa participación del cirujano.
         
                  Hace muchísimos años debo escuchar aquello de que Favaloro no opera más! ¿De dónde proviene este infundio?. Muy simple: el pacientes es estudiado. Conclusión, su cardiólogo le dice que debe ser operado. El paciente acepta y expresa sus deseos de que yo lo opere. 'Pero cómo, usted no sabe que Favaloro no opera hace tiempo?'. 'Yo le voy a recomendar un cirujano de real valor, no se preocupe'. 
            
                  El cirujano 'de real valor' además de su capacidad profesional retornará al cardiólogo mandante un 50% de los honorarios!
              
                   Varios de esos pacientes han venido a mi consulta no obstante las 'indicaciones' de su cardiólogo. '¿Doctor, usted sigue operando?' y una vez más debo explicar que sí, que lo sigo haciendo con el mismo entusiasmo y responsabilidad de siempre.
                    Muchos de estos cardiólogos, son de prestigio nacional e internacional.
Concurren a los Congresos del American College o de la American Heart y entonces sí, allí me brindan toda clase de felicitaciones y abrazos cada vez que debo exponer alguna 'lecture' de significación. Así ocurrió cuando la de Paul D. White lecture en Dallas, decenas de cardiólogos argentinos me abrazaron, algunos con lágrimas en los ojos.
                     Pero aquí, vuelven a insertarse en el 'sistema' y el dinero es lo que más les interesa.
           
                      La corrupción ha alcanzado niveles que nunca pensé presenciar. Instituciones de prestigio comoel Instituto Cardiovascular Buenos Aires, con excelentes profesionales médicos, envían empleados bien entrenados que visitan a los médicos cardiólogos en sus consultorios. Allí les explican en detalles los mecanismos del retorno y los porcentajes que recibirán no solamente por la cirugía, los métodos de diagnóstico no invasivo (Holter eco, camara y etc, etc.) los cateterismos, las angioplastias, etc. etc., están incluidos..
              
                       No es la única institución. Médicos de la Fundación me han mostrado las hojas que les dejan con todo muy bien explicado. Llegado el caso, una vez el paciente operado, el mismo personal entrenado, visitará nuevamente al cardiólogo, explicará en detalle 'la operación económica' y entregará el sobre correspondiente!.
                       
                       La situación actual de la Fundación es desesperante, millones de pesos a cobrar de tarea realizada, incluyendo pacientes de alto riesgo que no podemos rechazar. Es fácil decir 'no hay camas disponibles'.
              
                Nuestro juramento médico lo impide.
              
                Estos pacientes demandan un alto costo raramente reconocido por las obras sociales. A ello se agregan deudas por todos lados, las que corresponden a la construcción y equipamiento del ICYCC, los proveedores, la DGI, los bancos, los médicos con atrasos de varios meses.. Todos nuestros proyectos tambalean y cada vez más todo se complica.

               En Estados Unidos, las grandes instituciones médicas, pueden realizar su tarea asistencial, la docencia y la investigación por las donaciones que reciben.

               Las cinco facultades médicas más trascendentes reciben más de 100 millones de dólares cada una! Aquí, ni soñando.
               Realicé gestiones en el BID que nos ayudó en la etapa inicial y luego publicitó en varias de sus publicaciones a nuestro instituto como uno de sus logros!. Envié cuatro cartas a Enrique Iglesias, solicitando ayuda (¡tiran tanto dinero por la borda en esta Latinoamérica!) todavía estoy esperando alguna respuesta. Maneja miles de millones de dólares, pero para una institución que ha entrenado centenares de médicos desparramados por nuestro país y toda Latinoamérica, no hay respuesta.
               ¿Cómo se mide el valor social de nuestra tarea docente?
               Es indudable que ser honesto, en esta sociedad corrupta tiene su precio. A la corta o a la larga te lo hacen pagar.
 
               La mayoría del tiempo me siento solo. En aquella carta de renuncia a la C. Clinic , le decía al Dr. Effen que sabía de antemano que iba a tener que luchar y le recordaba que Don Quijote era español!
               Sin duda la lucha ha sido muy desigual.
               El proyecto de la Fundación tambalea y empieza a resquebrajarse.
               Hemos tenido varias reuniones, mis colaboradores más cercanos, algunos de ellos compañeros de lucha desde nuestro recordado Colegio Nacional de La Plata, me aconsejan que para salvar a la Fundación debemos incorporarnos al ´sistema'.
              
               Sí al retorno, sí al ana-ana.
              
                'Pondremos gente a organizar todo'. Hay 'especialistas' que saben como hacerlo. 'Debes dar un paso al costado. Aclararemos que vos no sabes nada, que no estás enterado'. 'Debes comprenderlo si querés salvar a la Fundación'
         
                ¡Quién va a creer que yo no estoy enterado!
           
                En este momento y a esta edad terminar con los principios éticos que recibí de mis padres, mis maestros y profesores me resulta extremadamente difícil. No puedo cambiar, prefiero desaparecer.
             
                 Joaquín V. González, escribió la lección de optimismo que se nos entregaba al recibirnos: 'a mí no me ha derrotado nadie'.
                 Yo no puedo decir lo mismo. A mí me ha derrotado esta sociedad corrupta que todo lo controla. Estoy cansado de recibir homenajes y elogios al nivel internacional. Hace pocos días fui incluido en el grupo selecto de las leyendas del milenio en cirugía cardiovascular. 
             
                  El año pasado debí participar en varios países desde Suecia a la India escuchando siempre lo mismo.
               '¡La leyenda, la leyenda!'
 
               Quizá el pecado capital que he cometido, aquí en mi país, fue expresar siempre en voz alta mis sentimientos, mis críticas, insisto, en esta sociedad del privilegio, donde unos pocos gozan hasta el hartazgo, mientras la mayoría vive en la miseria y la desesperación. Todo esto no se perdona, por el contrario se castiga.
              
               Me consuela el haber atendido a mis pacientes sin distinción de ninguna naturaleza. Mis colaboradores saben de mi inclinación por los pobres, que viene de mis lejanos años en Jacinto Arauz.
              
               Estoy cansado de luchar y luchar,  galopando contra el viento como decía Don Ata.
              
               No puedo cambiar.
               No ha sido una decisión fácil pero sí meditada.
               No se hable de debilidad o valentía.
                
               El cirujano vive con la muerte, es su compañera inseparable, con ella me voy de la mano.
              
                Sólo espero no se haga de este acto una comedia. Al periodismo le pido que tenga un poco de piedad.
              
                Estoy tranquilo. Alguna vez en un acto académico en USA se me presentó como a un hombre bueno que sigue siendo un médico rural. Perdónenme, pero creo, es cierto. Espero que me recuerden así.
              
                 En estos días he mandado cartas desesperadas a entidades nacionales, provinciales, empresarios, sin recibir respuesta.
              
                 En la Fundación ha comenzado a actuar un comité de crisis con asesoramiento externo. Ayer empezaron a producirse las primeras cesantías. Algunos, pocos, han sido colaboradores fieles y dedicados. El lunes no podría dar la cara.
              
                  A mi familia en particular a mis queridos sobrinos, a mis colaboradores, a mis amigos, recuerden que llegué a los 77 años. No aflojen, tienen la obligación de seguir luchando por lo menos hasta alcanzar la misma edad, que no es poco.
              
                  Una vez más reitero la obligación de cremarme inmediatamente sin perder tiempo y tirar mis cenizas en los montes cercanos a Jacinto Arauz, allá en La Pampa.
                  Queda terminantemente prohibido realizar ceremonias religiosas o civiles.
                  
                  Un abrazo a todos
                 
René Favaloro

CUENTO

Los sueños de Pam



Comenzaré diciendo que soy lo que soy: un escritor. Podríamos agregarle también, un escritor mediocre. Me justificaría diciendo que esto se debe, simplemente, a que el género literario que abarco quedó en desuso, aunque puede ser que sólo sea que mis historias son un bodrio.
Soy escritor porque es lo único que sé hacer. En general, la gente me cae bastante pesada y me cuesta mucho entablar relaciones sociales, por lo que hace un tiempo decidí mudarme a una casita en el campo, con mi esposa.
No me ruboriza ni me avergüenza decir que me casé con ella hace cinco años y jamás la amé. Es simpática y cocina delicioso, pero lo único que me une a ella es su condición de soñadora. Cuando la conocí, le pedí que haciera la prueba conmigo y el resultado fue bestial. A las dos semanas de soñar juntos, ya había largado “Pasadizos interminables”, mi segunda novela corta, la más vendida. Luego de “Innato”, mi primer libro, los críticos tuvieron que morderse la lengua ante lo que fue el éxito de la segunda. Y, bueno, fue gracias a la manito que me dio Pam.
Basta que te tome de las manos, cuando el adormecimiento ya se hace constante y se cae en lo profundo del sueño, para que ella pueda inmiscuirse despacito y susurrante, y dentro de tu propio sueño genere una historia, o una pintura, o una poesía, o una idea. Ella lo logra sin esfuerzo, porque ni siquiera lo hace conciente. Luego, cuando lo que uno busca ya está más o menos formado, te despierta suavemente, y en medio de esa duermevela escribes o pintas o compones o lo que fuera.
Tengo entendido que las soñadoras nunca recuerdan lo que soñaron, pero sí pueden decirte cuánto de auténtico resultará todo. Es como si de la mano del sueño viniera una especie de predicción, de antelación del resultado.
Nunca hablamos mucho con Pam, ella tiene sus propios intereses y pasatiempos, como componer rimas a todos los niños que nacen por aquí cerca, o tallar corazones en las piedras, o colgar guirnaldas en los árboles del bosque. Nada de otro mundo, y a mí no me molesta, mientras me deje escribir.
Pero hace un tiempo, Pam no me está dejando escribir. Es decir, se rehúsa cada vez más seguido a ser mi soñadora. Le pregunté el motivo y me respondió que luego termina con una jaqueca de mil demonios, y que su resistencia no es la misma que la que tenía a los quince años. Me enfurecí como nunca, y le dije de todo, incluso mala mujer. Me miró con esos ojos grandes, aguados como día un de tormenta, y sin decirme nada se fue.
Recapacité luego, y busqué condescenderla para que su enojo se fuera y pudiera volver a ser mi soñadora. Le compré un bilibrambo, una especie de animal mitad perro mitad zorro, que se consiguen muy poco, incluso hay gente que jamás los sintió nombrar, pero los contactos de un escritor realmente son eficientes.
El caso es que el bilibrambo se murió a los tres días. Me explicaron que responde a un solo dueño, que es el mismo animal quien elije a su amo, a su amigo, y cuando lo separan se queda quietito en algún lugar, llamándolo por su nombre casi como hablando, hasta que muere de tristeza. ¡Un dineral me costó, y para nada!
Hace tres semanas que estoy volviéndome loco. No puedo avanzar en la novela, cada día pierde más su rumbo. Estoy atascado, sin personajes y sin vislumbrar algún final.
Pam sigue dando vueltas por ahí, como en una burbuja de idiotez, mirando el cielo con ojos de perro ciego, o dibujando trivialidades en las piedras. Mi tono energético, que antes tanto respeto le merecía, ahora le es indiferente. Siempre es la misma escena, le grito, le pido ayuda, y ella con esos ojos que detesto, me mira, me mira, me mira.
Voy a tomar una decisión. Voy a decirle que es la última vez que le pido que sea mi soñadora. La última; luego de eso, le juraré que seguiré solo. Voy a encontrar, cómo sea en ese sueño, la culminación de mi libro. Es un policial que se las traerá, lo sé. Será mi mayor éxito, una novela que se recordará por años. La apoteosis de las novelas.
Me dijo que sí. Ya me desnudé y me metí en la cama. Es de siesta, y afuera hay una llovizna ideal, suave y permanente. Seguro que la creó ella, a veces juega con el clima.
Debo decir que está preciosa. Nunca la miré con detenimiento como mujer, pero se acerca a la cama despacio, con un camisón blanco que creo que usó cuando nos casamos. Su pelo celeste con ondas le cubre los hombros. Y ahí están, cómo no, sus ojos de agua. Me miran y los esquivo. Cierro los míos, y ya puedo sentir sus firmes manos tomando las mías, induciéndome al sueño, como si fuera un laberinto largo, eterno.
Avanzo despacio, y hay mucha luz. Las cascadas de jugo de naranja estan de nuevo, como siempre que soñé. Ahí está el bilibrambo ¿qué demonios hace ahí? No quiero soñar con él, y además me mira mal. Camino un poco más, evitando los lápices que crecen en el césped. La última vez que anduve por aquí, no eran tan filosos.
Detrás de un árbol de algodón está ella. ¿Pam? En todos los sueños que soñé, nunca estuvo ella. No entiendo qué hace aquí, y con este paisaje que nada tiene que ver. ¡Es un policial, Pam!
Se acerca y no me sonríe.
Entonces noto el frío contacto de algo en mi mano. No recordaba haber traído nada, pero en ese instante lo comprendí. Entendí porqué se rehusaba, sus ojos de agua, el adiós que ahora me decía sin palabras, y que el final de mi historia, era matarla.
 
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Vuel Villa (1936), de Xul Solar

martes, 17 de mayo de 2011

CUENTO

Secuencia paisajística de un amor perdido 




–Ella siempre decía que le gustaba el mar, pero no cuando el viento sopla tan fuerte que la arena se mete en los ojos. También hablaba con gatos de la calle, aprendía los nombres de los árboles del parque y ensayaba la comida que les haría a sus hijos. Para qué le voy a contar cuando los sábados ponía música y limpiaba la casa silbando, tarareando. Se me acercaba danzante, con ese cabello negro sedoso, mientras yo leía un libro o usaba la computadora, y me decía que era hermoso, que le gustaban mis entradas en la frente, y ¿la verdad? A veces le creía.

El otro escuchaba. Y la orilla del río, de repente, se llenaba de flores silvestres de todos los colores. Había lilas, amarillas, anaranjadas y fucsias. Y las hojas, verdísimas. El agua cristalina reflejaba la pureza de un cielo celeste, sin una sola nube, mientras los pájaros en los árboles piaban sus melodías, casi pidiéndole que siga, que cuente más de ella. El aroma a bosque, a pino para ser más exactos, exacerbaba los sentidos, la piel y el alma. El paisaje era rosado, con matices magentas y rojos; un atardecer casi pintado al óleo, donde las plantas y las rocas tomaban las forma de versos, esa mimetización poética que todo lo trasforma.
–Cuando se vino a vivir conmigo, me sorprendió ver con qué pocas cosas se mudaba. Claro, antes que nada, estaban sus plantitas. Entonces a los días empezó con dos petunias amarillas; después, el ficus; al mes la enredadera colgando del balcón. No sé en qué momento el departamento era más de ella que mío. Todos mis libros terminaron relegados a un rincón, y las cortinas mutaron de un cuadrillé a flores brasileras, al igual que el mantel y los almohadones, y con ellos, mi humor. Se iba, se iba, se iba, y no podía volver a hallarlo. Al principio me quedaba callado, tratando de no discutir, pero cada flor que veía, o cada planta nueva que llegaba, me generaba tal irritación que no le hablaba por días. De alguna extraña manera, me molestaba su felicidad.

El otro seguía su relato, atento. En el cielo, unos nubarrones grises tapaban la luz, volviendo el paisaje agreste, penumbroso y húmedo. Un viento frío y fuerte movía las copas de los árboles, que se bamboleaban peligrosos e indefensos. Una espesa neblina surcaba todo el río, que ahora se agitaba por las ráfagas, creando ondas profundas que terminaban perdiéndose en la orilla. Las suaves brisas pronto se convirtieron en vendavales, volando todo a su paso, quitando los colores, los perfumes, los sonidos y la calma.
–Yo no quería herirla, pero cada vez lo hacía con más frecuencia. Ella me miraba, como queriendo creer que aquello era una broma, pero en esos momentos sentía ganas de hacerle mal, de que sufra por no ver las cosas como yo las veía. El tema es que tampoco sabía como veía yo mismo las cosas. Todo era una nube de confusión, en donde mi paciencia estaba prófuga y mi intolerancia brotaba ante cualquier tema. Los almohadones o el mantel, o la petunia o la cortina. Buscaba motivos para no estar con ella; volvía tarde del trabajo o leía todo el tiempo. Ella me buscaba en la cama, pero tampoco la deseaba. Las discusiones eran cada vez más fuertes, y lo peor venía cuando ella quería que nos reconciliemos. Me fastidiaba verla y saberla así, como siempre soñé una mujer.

El otro sufría con la historia, mientras en el cielo los relámpagos iluminaban las nubes repletas de agua. El viento arremolinaba hojas secas, parte de plantas, agua y hasta pequeñas piedras. El paisaje parecía un infierno. La tormenta se largo junto con el estruendo de un trueno que parecía cortar el cielo en dos. El río estaba escandaloso como nunca. Cortas olas se alzaban montadas por las ráfagas, estrellándose y muriendo en la orilla barrosa. Negro, luego un fulgor blanco de un relámpago, el amarrillo anaranjado de un rayo, grises del manto de lluvia. El paisaje furioso, con guiños de dolor, con vientos de llantos, con heridas que costaría borrar.
–Y fue una tarde de domingo; un domingo de otoño, recuerdo. Cuando quise ir por un café, el impacto fue inmediato y total: ni una planta, ni el mantel, ni las cortinas. Los almohadones sin fundas, la sala vacía, apagada. Se había ido. Recuerdo que la desesperación fue instantánea; ni por un momento sentí alivio ni algo que se le parezca. Nunca más volvió, nunca más la volví a buscar. La extraño cada día de mi vida, cuando miro esa casa sin vida, hueca, insulsa. No puedo decir siquiera que me arrepiento, no puedo comprender porqué actuaba así. Pienso dónde estará, si con algún otro, o sola; si quizás otra cosa ahora se viste con flores brasileras y con plantas de colores. La imagino, a veces, cuando silbaba sin ritmo alguna canción, o cuando me besaba la nariz. Pero a las únicas dos conclusiones que pude llegar son que algunas personas boicoteamos la única posibilidad de ser felices que se nos presenta y, la más clara de todas, la que supe el primer día que la conocí: que ella sería mi desequilibrio y el amor de mi vida.

Ahora, el otro, ya no lo miraba. Sus ojos se fundían en el color ámbar de la tarde, en el reflejo de los árboles sobre el río. El cielo se fundían en ese mágico degradé de dorados, por partes más intenso, por partes más brillante. Los pájaros ya no cantaban ni las flores perfumaban el aire ni los árboles rebosaban de salud. Una brisa triste revoloteaba por momentos, casi queriéndoles avisar a las hojas secas que reposaban en el suelo que debían volar lejos.
Ambos hombres permanecían en silencio. Ella se había ido. Los dos sabían que no volvería más y que se llevó con ella los colores de ese paisaje, ahora nostálgico, tan ocre, tan lejano, tan sepia.

domingo, 15 de mayo de 2011

CUENTOS DE DOMINGOS

Me propuse que todos los domingos a la noche voy a dejar un cuento corto de algún autor famoso con varias finalidades: la primera, obviamente, es poder compartirlo con ustedes. La segunda, es abrir el debate a quien desee dejar un comentario, y la tercera es ir armando una recopilación de cuentos cortos clásicos que no podemos dejar de leer. Por supuesto, invito a todos los que quieran recomendar uno que con toda confianza lo haga, porque así fue como yo leí los mejores cuentos que hoy comparto aquí. Ahí va el primero.

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Casa tomada (de Julio Cortazar) 

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papa, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

POESIA

Maldita suerte


Y es que sospecho
que hasta la luna se quedo dormida
en el suave murmullo de la lluvia solitaria.
Miro mi sombrero,
sólo cubre mis ideas delirantes
una maldita suerte
de saber que no pude ni moverme
el día que te fuiste;
y debí decirte desátame,
de esta estaca que me detiene en el tiempo
de estos párpados que me pesan
de estos versos que me cansan
de los años que me pasan.

Y es que sospecho
que la fatiga de mi alma se hace crónica
se hace sombra en mi noche.
Lo que tengo no tiene sentido
disfraz de un universo extraño para mí
y por qué tuvo que ser mi maldita suerte
saber que no pude retenerte
enmudecer las palabras que debí decir
para no hallarme aquí,
atrapado en los días
preguntándome incansablemente
si esto es lo que busqué o sólo lo merecí.
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Cuadro Xul Solar


sábado, 14 de mayo de 2011

CUENTO

La sonrisa de la novia


Jorgelina y Amador se casaron un veintinueve de febrero porque fue el día que salió el primer pimpollo del rosal que él le regaló. Las quejas, los consejos, las recomendaciones y las súplicas de sus familiares, no hicieron más que afirmar su convicción que ese era el día indicado.
La novia confeccionó su propio vestido usando una sábana antigua que encontró en el galpón de la bisabuela Marta, ya muerta hace treinta años, al que le adhirió piedritas de colores de la pecera y un lazo color verde esmeralda que se sujetaba a la cintura.
Se colgó una birome Bic porque le dijeron que debía llevar algo azul y le pidió a Doña Ana su cobayo porque tenía que llevar algo prestado.
–Pero no se preocupe, que le tejí una bolsita al crochet para meterlo dentro –le dijo a la dueña, calmándola. 
Cuando Amador la vio, supo que sería su mujer para toda la vida y la que sigue y la que sigue. Por eso, cuando el cura le preguntó si aceptaba a Jorgelina por esposa, el le respondió:
–Que sí, que sí, que sí; para las tres vidas.

Los novios no bailaron el Valls, sino un Twist. Y cuando llegó el momento de cortar la torta, el la tomó en sus brazos y le susurró al oído por primera vez que la amaba. Ella le respondió que no se lo volviera a decir de nuevo, que ella deseaba vivir con esa ilusión intacta, permanente, de esperar el día que sus labios lo vuelvan a repetir, y que le prometiese que sería dentro de mucho tiempo.
–¿Puedo decirte entonces, que tu sonrisa ilumina mi vida?- le preguntó él.
Y su respuesta fue una carcajada tan aguda como la de una hiena, de la que Amador se contagió y rieron juntos cuarenta y dos minutos con treinta y siete segundos, y que rajaron quince copas de champagne que después nadie pagó.

La fiesta duró hasta el amanecer, y cuando el sol comenzó a salir los novios se subieron en el Fiat Uno que les prestó el Tío Nicandro y salieron rumbo a la luna de miel.
Amador le había prometido a Jorgelina que la llevaría a conocer el mar, y cuando estuvieron metidas dentro las valijas y la maceta con el rosedal (jamás se movían sin el rosedal que Amador le regaló porque “una rosa no basta, quiero que tengas todas”), emprendieron viaje cebando mate y comiendo galletitas, a las que les untaban dulce de leche y rociaban con semillitas de lino.
Así viajaron setenta y dos horas seguidas, sin parar y sin dormir, porque cuando uno está enamorado todo es placer y aventura. Cuando Amador se cansaba de manejar o le dolían los ojos, los cerraba un ratito y Jorgelina, con paciencia, le indicaba donde doblar, donde frenar, cuando cruzaba una liebre o cuando venía lomo de burro. “La confianza en la pareja es fundamental”, afirmaba ella cuando alguien los miraba con cara de “estos están locos”.

El tercer día de viaje, la noche los encontró cuando el camino ya terminaba. Las nubes escondían la luna y el horizonte estaba cerrado como trompa de topo.
A tientas, los esposos bajaron del auto, ubicaron el rosedal a un costadito de ellos, caminaron unos pasos y se sentaron a esperar el amanecer, como quien dice, a dónde fuera que hubieran llegado.
El la abrazó y ella se acurrucó en sus brazos, mientras tarareaba un tema de Horacio Guaraní.
-Extraño ver tu carita –le dijo Amador. –Además, sabés que le tengo miedo a la oscuridad…
Entonces ella recordó. Porque lo más lindo del amor es cuidar del otro, protegerlo, mimarlo, conocerlo en sus detalles más chiquitos. Y Jorgelina, que nunca le había dicho a Amador “te amo”, lo amaba con tanta intensidad que despegó sus labios suavemente y sonrió. Porque él le había dicho que su sonrisa iluminaba su vida, y ella no lo olvidó. Al comienzo río con ganas, tratando de explicarle que se sentía como el gato de Alicia en el País de las Maravillas, y que tendría muchísima gracia si ahora su cuerpo desaparecía y solo quedaran su sonrisa luminosa.
Entre sus dientes se colaba un brillo tenue, casi azulado, pero luz al fin. Y a través de ese velo de amor, estaba Amador con cara de niño perdido, con cara de marido con miedo.
Y Jorgelina no paró de sonreír, ahí donde sea que estuvieran y aunque al otro día le doliera la mandíbula, porque amar es sonreír, y con ello, iluminar, la noche, los miedos, los abrazos y todo. Todo.
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La noche estrellada (Van Gogh-1889)